No es algo nuevo. En los inicios del cristianismo, los gnósticos identificaba el mal y la perdición con la materia, mientras que lo divino y la salvación pertenecían a lo espiritual. De algún modo, esas ideas vuelven a resurgir ahora con lo que se ha denominado el transhumanismo, que se podría definir como “la convicción de que el ser humano está en un soporte equivocado”.
Así lo explica Antonio Diéguez, catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Málaga (UMA). Según sus palabras, se trataría de creer que “el cuerpo biológico que ocupamos es algo despreciable que está sometido a los avatares de la propia biología: envejecimiento, enfermedades, sufrimientos… y, por supuesto, terminará muriendo”. “El objetivo sería poder tener un soporte diferente”.
El investigador advierte de que “el mero hecho de no considerar el cuerpo parte de uno mismo, sino un mero soporte” tiene “implicaciones filosóficas muy fuertes”. Pero dentro de esta corriente de pensamiento hay distintos grados. En general se podría hablar de “un movimiento cultural y filosófico que tiene como objetivo aplicar las nuevas tecnologías al ser humano para mejorarle desde el punto de vista físico, espiritual, moral e incluso emocional”. A partir de ese punto inicial, los más radicales aspiran a “conseguir un ser humano muy mejorado que ya no pertenezca a nuestra propia especie”.
Dos tendencias
Diéguez distingue dos corrientes. Por un lado, el posthumanismo cultural, que “tiene sus orígenes en la filosofía continental y que estaría representado por Donna Haraway y Rosi Braidotti”. “Trata de demostrar que, de hecho, ya somos posthumanos, es decir, que la tecnología ha producido un cambio fundamental en nuestra propia condición”, afirma.
La otra tendencia es el transhumanismo tecnocientífico que defiende la idea, ya mencionada, de superar el soporte biológico. El profesor de la UMA se considera un “crítico moderado” de esta corriente, sobre todo porque muchas de sus predicciones “están completamente infundadas”. “La ciencia no da para sustentarlas, como por ejemplo, la idea de que se podrá volcar pronto la mente en un ordenador”.
Sin embargo, sí considera que se pueden aprovechar muchos de sus planteamientos. “Nos han obligado a repensar la condición de naturaleza o dignidad humana, e incluso nos han obligado a asumir con más radicalidad que el ser humano no es un producto acabado, sino el fruto de una evolución biológica”, añade.
Desde Ortega y Gasset
El transhumanismo tecnocientífico le ha permitido a este catedrático reivindicar la filosofía de Ortega y Gasset, ya que “anticipó algunas ideas interesantes que pueden aplicarse hoy en día”. “En primer lugar, se dio cuenta de que la tecnología era algo substancial al ser humano, no un añadido ni algo negativo –analiza–. Él habla de autocreación o autofabricación: el ser humano se crea a sí mismo a través de la tecnología. Siempre lo ha hecho, no es algo nuevo”.
La diferencia con las posturas más radicales es que “Ortega no pierde de vista que el objetivo final de todo esto es conseguir que el ser humano pueda desarrollar un proyecto de vida satisfactorio, y la tecnología no puede dar contenido” porque “en sí misma es algo vacío”. En su opinión, el filósofo madrileño tenía una visión positiva de la ciencia, pero no ingenua.
Dignidad humana
Tras obtener la cátedra en 2010, Antonio Diéguez se especializó inicialmente en el realismo científico y luego se centró en la filosofía de la biología. Actualmente gran parte de sus trabajos hacen referencia al transhumanismo, materia a la que ha dedicado un libro con el subtítulo de ‘La búsqueda tecnológica del mejoramiento humano’.
Dentro del transhumanismo, lo que más le interesa es el biomejoramiento humano. Él considera que los avances en este campo “son más reales y las consecuencias previsibles en poco tiempo se pueden analizar con más solidez”. Ya se han dado importantes pasos en la aplicación de la tecnología para extender la vida humana; en la creación de híbridos entre animales y seres humanos para la posibilidad futura de xenotransplantes –por ejemplo, entre cerdos y personas–, o en la posibilidad de eliminar mutaciones graves de la fase embrionaria.
“Cuando se habla de modificar la línea germinal, por ejemplo, quienes se oponen suelen emplear tres argumentos: que atenta contra la dignidad humana; que no se debe jugar a ser Dios; y que es intrínsecamente malo”, reflexionaba el profesor de la UMA, a mediados de noviembre, en el CNIO Workshop on Philosophy & Biomedical Sciences, organizado por por el Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO) con el apoyo de la Fundación Banc Sabadell. “Ninguno me convence. Si se modifica el genoma en un embrión para evitar una enfermedad, ¿por qué implica pérdida de dignidad?”.
Él es un firme defensor de que “en el futuro, si esta tecnología se hace más eficiente, se pueda aplicar al ser humano en la línea germinal”, por ejemplo para mejorar embriones que tengan más inteligencia, más salud y más longevidad. “Si se puede hacer de una forma segura, no creo que atente contra la dignidad humana”, añade.
Ciencia y filosofía, condenados a entenderse
La filosofía de la ciencia surge como campo académico en los años 30 del siglo XX. “Tiene una amplia tradición, sobre todo en el mundo de habla inglesa”. Él y todos los que se dedican a esta disciplina tienen un pie en ambos mundos y muchas veces es visto con recelo por los profesionales de las dos áreas.
“Hay filósofos que piensan que esto es una cosa periférica y no es la auténtica filosofía, y también hay algunos científicos que se extrañan de que se pueda decir algo relevante sobre la ciencia desde la filosofía”, reconoce Diéguez, aunque asegura que estas actitudes van disminuyendo poco a poco.
La complementariedad entre ambos campos es “rica, fructífera y absolutamente necesaria para entender el mundo en el que vivimos”. “Cuando empiezo la asignatura al comienzo de curso les pregunto a los alumnos de filosofía si piensan que se puede entender la sociedad actual sin prestar atención a lo que está haciendo la ciencia y la tecnología”, añade.