En Espinosa de los Monteros, un pueblo de unos 1.500 habitantes de la provincia de Burgos, vive Bárbara de Aymerich. En 2007, esta doctora de Edafología y Química Agrícola dejó su trabajo como profesora e investigadora en la Universidad de Burgos: su marido era tratante de ganado en aquel municipio y su hija nacería en marzo de ese mismo año. Pidió la excedencia, pero se quedó allí. Más tarde, nacería su segunda hija; luego, la tercera. Entremedias decidió emprender. Y así nació Espiciencia, un centro educativo dedicado a inculcar a los niños del pueblo el amor por la ciencia.
“En un principio, el cambio fue difícil. Salir de casa, de un ámbito que a mí me encantaba, la investigación, la primera maternidad, y llegar a un sitio de alta montaña, con una climatología adversa, con solo unas mil personas, fue duro. Sin embargo, cuando llegas a un sitio nuevo te empiezas a adaptar, a ver las cosas buenas, las posibilidades de lo que se puede hacer. En definitiva, hice lo que había hecho siempre: buscar la ventana abierta”.
Convencida de no abandonar la ciencia, en 2010 pidió al colegio del pueblo hacer una actividad extraescolar sobre esta materia, unos talleres pequeños para seguir enseñando. “Me dijeron que no era posible. Ya había idiomas y deportes, no pensaban que las clases de ciencia pudieran ser lúdicas. Consideraban que eso sobrecargaría a los niños, que no les llamaría la atención”. Pero Bárbara de Aymerich no cejó en su empeño. Así que fue al ayuntamiento del municipio, les pidió un local para dar clases y se lo cedieron –una cocina del antiguo colegio, su primer cuartel general–. Compartía el lugar con otras actividades de manualidades, pintura… Y empezó a gustar. Los seis primeros niños eligieron el nombre de lo que sería el centro: Espiciencia.
Ahora, unos 100 niños se divierten aprendiendo. “Las familias están muy implicadas y se dan cuenta de que la ciencia es para todos, no solo para grandes universidades y compañías”. Esa vinculación diaria con la ciencia puede aportar más cosas que el conocimiento científico en sí: experiencias de grupo, lugares nuevos, sentirse mejor con uno mismo, mejorar habilidades sociales, poder compartir momentos y vivencias. “Y hacerse mejor persona –apunta–. Se han dado cuenta de que la ciencia puede estar también en un pueblo”.
Bárbara de Aymerich cree que la juventud piensa que la ciencia es algo lejano, que solo destinada a la investigación pura y dura, que no pueden dedicarse a ella. “Basta con salir a la calle: sanitarios, ingenieros, farmacéuticos o matemáticos en banca, entre muchos más. La ciencia es algo cotidiano. Cuando se habla de carreras STEAM es incluso difícil de pronunciar; suena hasta difícil cuando, aparte de su atractivo, es útil para la sociedad”.
La científica, investigadora, profesora y emprendedora burgalesa también recuerda que muchos padres no daban a sus hijos la oportunidad de intentar acercarse a la ciencia. El clásico “mi hijo no vale para esto”. “Luego lo agradecen: nunca se había planteado una actividad de este tipo fuera del negocio académico, y es tan agradecida como, por ejemplo, jugar al fútbol. Noto que a mis chicos y chicas la ciencia les completa el día a día y que se hacen más críticos con ella”.
Muchas iniciativas de grandes empresas están destinadas a acercar las carreras STEAM a las más pequeñas. Varios estudios reflejan que hay un momento en el que a las niñas deja de interesarles. Sin embargo, Bárbara de Aymerich no está tan de acuerdo con esta afirmación. “Más de la mitad de mis alumnos son chicas. La rama más humanística de la ciencia está copada por mujeres –medicina o biología, por ejemplo–. Desde mi punto de vista, como mujer, nos gusta. Tengo tres hijas y alumnas de Magisterio que, a su vez, le darán ciencia a las niñas y nos gusta la implicación social de la ciencia, lo que podemos aportar a la sociedad”.
Además, Bárbara de Aymerich considera que la parte más tecnológica de la ciencia es la más atractiva para sus alumnas. Y siempre que trabajan con ella, como con ingeniería o robótica, las aplicaciones que buscan tienen un fin social. El fin de ayudar. “Me gusta acercar la ciencia de esa manera: que vean que va a servir para algo les resulta muy atractivo. Y en los proyectos que empezamos vamos todos juntos, no hacemos distinciones. Cuando los proyectos salen de las niñas, el 90 por ciento, generalmente son proyectos de acción solidaria, en base a lo que la ciencia puede hacer por la sociedad”.
Es de esa manera, haciendo ver que la ciencia las necesita, como ella cree que debe mostrarse. “No sé si estas iniciativas de acercamiento han sido moda, tirón, darse a conocer… Pero creo que la ciencia es un valor universal. Y nosotras somos parte de la humanidad. No debemos desvincularnos de la otra mitad, debemos ir todos juntos, como equipo. Nunca he tenido problemas por mi condición de mujer, no me he sentido minusvalorada: ni como científica, ni como madre. Somos tres hermanas, como mis hijas, y una es ingeniera y la otra enfermera militar. Es así, soy políticamente incorrecta en este tema”, confiesa.
En el medio rural, las mujeres destacan en cuestión de emprendimiento. Lo confirma la propia De Aymerich. “La mayoría de las empresas (de las nuevas) tienen una gran parte femenina. Industria agroalimentaria, la educación ambiental o el turismo rural está llevado por muchas mujeres. Es de aquí, del medio rural, de donde va a surgir el verdadero emprendimiento femenino”. De todos modos, para ella, el emprendimiento no es femenino o masculino. “Nuestras parejas trabajan, nos ponemos al día y repartimos las tareas. Algo absolutamente normal. Creo que el emprendimiento sale de dentro”.
Años después, el cambio no es tan difícil. Salir de casa, ahora, es quedarse en un nuevo ámbito que le encanta: la educación, convivir con la naturaleza, conocer a todos los vecinos. Descubrir nuevas cosas, sentirse querida, importante. “Sentir que formas parte de algo –sentencia Bárbara de Aymerich–. Aumentar las posibilidades de crecimiento. Y estar en familia”.