Curando los males de la educación con lecciones de la medicina

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Julián Cristiá – Esta columna fue publicada originalmente en el blog Ideas que cuentan del BID.

Los sistemas educativos de América Latina les están fallando a sus estudiantes. A pesar de los progresos constantes en materia de matriculación, los estudiantes de la región tienen un peor desempeño en las pruebas estandarizadas que sus contrapartes de las economías avanzadas. Su desempeño es incluso peor que el de los estudiantes en países con niveles de desarrollo similar.

El problema no es la falta de gasto. El país promedio de la región gasta más del 5 por ciento de su  PIB en educación. Este es el porcentaje que gastan en educación los países desarrollados e incluso es superior a la cifra gastada en países con similar nivel de desarrollo económico.

Más bien, el problema parece residir en la falta de estudios empíricos que demuestren qué funciona y qué no. Y los formuladores de políticas están básicamente actuando a ciegas, tomando decisiones importantes con poca información. Simplemente no se han hecho suficientes esfuerzos para utilizar el método científico, incluyendo estudios experimentales y meta-análisis de grandes cantidades de datos. Por ello, los formuladores de políticas tienen problemas para identificar qué innovaciones en la educación sirven mejor a los estudiantes y cuales son costo-efectivas.

Las lecciones del sector de la salud son ilustrativas. Durante gran parte de la historia humana, los progresos en materia de salud fueron lentos. Al igual que en la educación, el progreso se dio de manera irregular, y en base a presentimientos, teorías y supuestos. Como resultado, la longevidad aumentó a paso de tortuga de unos 25-30 años de edad, en las sociedades de cazadores y recolectores hace unos 10.000 años, hasta alrededor de 40 años de edad en las sociedades preindustriales de mediados del siglo XIX. Luego algo sucedió. En Gran Bretaña, la expectativa de vida aumentó de 42 a 47 años entre 1870 y 1900 y luego se disparó a 80 en 2010. En Brasil, los avances arrancaron más tarde pero fueron más rápidos: la expectativa de vida pasó de 35 a 70 años entre 1930 y el comienzo del nuevo milenio.

Ese milagro fue producto del método científico. Un buen ejemplo de esto es lo que ocurrió en Londres en 1854. Durante el brote de cólera de ese año, el médico John Snow tenía una teoría. Él sospechó que el cólera se originaba en aguas contaminadas y probó su idea recopilando datos sobre la ubicación de bombas de agua en los alrededores de la ciudad y comparándolos con las direcciones de las personas que murieron durante el brote. Mediante la observación empírica, Snow demostró que las muertes se agrupaban alrededor de una bomba de agua específica y convenció a las autoridades de desactivar la bomba, acabando finalmente con el contagio.

Por esa misma época, el médico vienés Ignaz Semmelweis comparó las tasas de mortalidad en diferentes hospitales y demostró la importancia del lavado de las manos para prevenir infecciones, y algunos años después, al científico francés Luis Pasteur realizó una serie de experimentos que probaron definitivamente la importancia de los gérmenes en las enfermedades. Con el método científico ya en funcionamiento, los funcionarios públicos en Europa y Estados Unidos aumentaron las inversiones para garantizar la higiene en hospitales, centros de producción de alimentos y hogares. La mitad de las importantes reducciones en la mortalidad entre 1900 y 1936 se debió solo a la mejora de la calidad del agua, y la rentabilidad social, $23 dólares por cada dólar gastado, fue inmensa.

Hoy en día, ese progreso, financiado con decenas de miles de millones de dólares en investigación médica, continúa. La mortalidad infantil en América Latina ha caído un 80% en los últimos 50 años y se están logrando avances en múltiples frentes, desde el VIH hasta la meningitis. Pero mientras en el sector de la salud mundial se llevaron a cabo más de 22,000 evaluaciones experimentales entre 2000 y 2013, en el sector educativo solo se realizaron 900 de esas evaluaciones, y solo 14 por año en América Latina y el Caribe durante los dos años más productivos del período. Eso ha significado poca evidencia acumulada de la costo-efectividad aún de las intervenciones educativas más ampliamente implementadas en la región, como la reducción del tamaño de la clase y la extensión de la jornada escolar.

Aquí en el BID, hemos buscado seguir el ejemplo de los científicos médicos. El año pasado, enfatizamos en nuestro informe insignia Aprender mejor: políticas públicas para el desarrollo de habilidades soluciones basadas en evidencia. También publicamos el SkillsBank, el primer sitio web que, por lo que sabemos, cubre las evaluaciones educativas en los países desarrollados y en vías de desarrollo, y que permite a los formuladores de políticas, profesionales e investigadores examinar los estudios realizados por cientos de investigadores a nivel mundial en los últimos 40 años, incluidos los estudios que fueron revisados y que respaldaron las conclusiones de nuestro informe. Y hemos visto con entusiasmo la creación de una nueva unidad al interior del Ministerio de Educación de Perú, llamada MineduLAB, dedicada a la búsqueda de intervenciones costo-efectivas.

No obstante, la región continúa enfrentando importantes desafíos. Si América Latina y el Caribe desea promover la educación para luchar contra la desigualdad, la pobreza y el bajo crecimiento de la misma forma que los científicos de todo el mundo han luchado contra las enfermedades, tendrán que invertir más dinero en estudios experimentales para encontrar soluciones efectivas. Destinar solo el 1% de lo que se invierte en educación en la región podría financiar a cientos de estos estudios cada año. Esta información arrojaría luz sobre opciones de políticas costo-efectivas y redundaría en importantes ganancias educativas.

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