Ha pasado la friolera de 42 años desde que Carlos Saura buscara, con este mismo título, ejemplarizar sobre los riesgos que corremos buscando atajos para lograr ciertos objetivos, esos comunes a todos los humanos, que se resumen en tres palabras: una vida mejor. Es mucho resumir para describir el film que, por cierto, ganó el Oso de Oro en Berlín, pero su título y el argumento viene a colación del gran debate abierto sobre la Inteligencia Artificial y sus efectos en la sociedad.
Comenté hace unos días la necesaria aceleración de la formación de los educadores para buscar alternativas a los efectos de programas que, como el famoso GPT, llevan a simular unos conocimientos que el alumno no tiene. No me aventuro a decir cómo lo tienen que hacer, pero lo que es seguro que prohibirlo o ralentizar los avances de la IA no es la solución.
En estas semanas, el debate abierto ha ido creciendo y no solo en España extendiéndose más allá del campo que correspondería al apartado de la innovación educativa. Sin embargo, parece ser que ha sido el detonante o catalizador de la sensación de agobio y miedo que produce el efecto de introducir cada vez más algoritmos en una máquina que, acumulada esa ingente información, ordene coherentemente respuestas que facilitan, progresivamente, sustituir a personas en los trabajos.
El fenómeno no es nuevo. Todos los adelantos de la ciencia han provocado fuertes transformaciones en el mundo laboral y, en consecuencia, en la relación de las personas en todos los aspectos. Asimilar esto es un proceso complicado para una sociedad a la que le cuesta asumir, en general, que las soluciones no aparecen por la simple voluntad de desearlas. Hay que trabajarlas y pensar, que es una cosa que la máquina no puede hacer, al menos por el momento.
Pero eso no quiere decir que busquemos soluciones rápidas, el ¡deprisa, deprisa!, como sugiere el famoso film, que es prohibir y cercenar o ralentizar el curso de las investigaciones. Siendo realistas, y sabiendo que el avance de la ciencia no lo vamos a parar, lo consecuente es ser conscientes de que el cambio es irreversible y comenzar a adecuarnos a los tiempos que vienen. Eso facilitará el cambio, si es que somos capaces de integrarnos en él. Ya sabemos que no vamos a ser todos, pero no por eso debemos dejar de aprender.
Conocer el problema no significa que lo solucionemos si no está basado, a su vez, en un proceso de estudio que siempre nos parecerá largo, máxime en una sociedad que, aparentemente, vive a un ritmo tan vertiginoso que, en ocasiones, va en la dirección equivocada. Llevar en el bolsillo un teléfono inteligente que sirve para tantas cosas que nos parecían imposibles hace unos pocos años no soluciona los retos que tenemos que afrontar.
La velocidad de cambio es tan rápida que no sé si todos somos capaces de juzgar acertadamente lo que ha pasado en nuestro entorno en los últimos 25 años. Ser espectadores y protagonistas no siempre es fácil de asumir. Este debate me recordaba a la pregunta que se hacía el Nobel J.M. Coetzee cuando en “Diario de un mal año” reflexionaba sobre el desarrollo de la sociedad.
Tomando como referencia al naturalista Eugène Marais se preguntaba “si el segmento de humanidad” que este intelectual representaba, “caracterizado por un desarrollo excesivo del intelecto, no sería un experimento evolutivo condenado, que trazaba una ruta que el conjunto de la humanidad no podía seguir y no seguiría. Así –escribió- su respuesta al interrogante planteado era que un aparato intelectual marcado por un conocimiento consciente de su insuficiencia es una aberración evolutiva”. Quizás, ante esas urgencias que muchos difunden, la recomendación es que antes de buscar la solución, que puede no serlo, nos paremos a pensar. Los problemas no se resuelven si nos quedamos atrapados en ese bucle maldito que suele producir la sensación de que el tiempo se agota; el ¡deprisa, deprisa! para buscar atajos y la vida fácil.