Gabriela Soto Laveaga (Tijuana, 1971) busca visibilizar las otras narrativas oficiales de la historia de la ciencia. “La ciencia no solo se consume en América Latina sino que se produce allí”, asegura la profesora de Historia de la Ciencia de la Universidad de Harvard. Una tesis que demostró en su primer libro Laboratorios de la selva: campesinos mexicanos, proyectos nacionales y la fabricación de la píldora, publicado en 2009, sobre el origen de la píldora anticonceptiva en México, por el que ganó el premio al mejor libro en ciencia Robert K. Merton de la Asociación Americana de Sociología, y por el que terminó siendo profesora en dicha universidad.
En esta obra explica cómo, en la década de los cuarenta, químicos descubrieron que el barbasco, un ñame silvestre originario de México, podía utilizarse para producir en masa hormonas esteroides sintéticas. Este producto estimuló el desarrollo de nuevos medicamentos, incluida la cortisona y los primeros anticonceptivos orales viables, y posicionó a México como un actor importante en la industria farmacéutica mundial.
Como historiadora de la ciencia con más de 15 años investigando temas de medicina y salud pública en México, echa de menos que se hable del impacto que ha tenido su país en el desarrollo de la ciencia y considera que este tiene que invertir más en este campo –según los últimos datos de la OCDE, México solo invierte el 0.6 % del PIB–. Hija de padres mexicanos, Soto siempre ha vivido en en Estados Unidos pero, como su padre deseó que ella y sus hermanas nacieran en su tierra, nació del otro lado de la frontera.
Un esfuerzo similar por combatir los relatos oficiales realiza en su reciente publicación “Agricultura, ciencia y hambruna global: India, México y Estados Unidos en la obtención de semillas híbridas”, que aparece en el libro “De la Guerra Fría al calentamiento global”. En este texto cuestiona la narrativa hegemónica sobre la Guerra Fría al demostrar que ni Estados Unidos ni la URSS fueron pioneras en el mercado de las semillas híbridas, que revolucionaron la agricultura, sino que fueron México y la India.
Las semillas híbridas de trigo, maíz y arroz, principalmente, fueron las protagonistas de la revolución verde. Creadas para resistir a los climas extremos y a las plagas, necesitan del uso de fertilizantes, plaguicidas y riego para incrementar su productividad. La historia oficial dice que esta revolución comenzó en los años sesenta en EE. UU. pero la historia que cuenta Soto en su libro es otra.
En los años veinte del siglo pasado, aterrizó y dio clases en la Escuela Nacional de Agricultura de México un personaje que contribuyó a revolucionar el desarrollo de las semillas híbridas, Pandurang Khankhoje. El agrónomo y revolucionario de la India, cuya imagen ha perdurado en uno de los murales pintado por su amigo Diego Rivera y en algunas fotografías que le tomó la artista italiana Tina Modotti, dirigió el programa de mejoramiento de maíz en México, y sus ideas fueron retomadas por las fundaciones Rockefeller y Ford.
Con esta información, la que fue profesora de la Universidad de California en Santa Bárbara durante 14 años quiere mostrar que las prácticas que se le atribuyen a la revolución verde ya se estaban dando en México, antes de que el ingeniero agrónomo estadounidense, genetista y Premio Nobel de la Paz en 1970, Norman Borlaug, implementará las semillas híbridas en la producción agrícola de países como México, India y Pakistán.
“Estas narrativas siguen en pie porque no se le ha dado la importancia a la ciencia doméstica que tenían estos países”, añade Soto, quien se sumergió en los archivos de la Fundación Rockefeller, en los que encontró documentos en los que se afirmaba que en México no había ciencia, según cuenta la historiadora.
De acuerdo con la investigadora, América Latina ha quedado no solo fuera de la narrativa oficial de la Guerra Fría, sino también de la historia actual. “Creo que seguimos funcionando con unos esquemas donde el Norte es el desarrollado”, opina.