Caminar por el centro de una gran ciudad se ha convertido en un ejercicio homogéneo en el que siempre se alternan las mismas cadenas de comida rápida, las tiendas de smartphones (y de sus correspondientes carcasas), los locales de suovenirs horteras o las macrotiendas de los gigantes de la moda deportiva con fotos de las estrellas del momento en sus escaparates. Uno ya puede pasear por Estambul, Moscú, Roma, Madrid o Nueva York y sentirse, irremediablemente, como en casa.
Compartimos estas aceras con gente de todo el mundo, rara vez con los originarios de esos barrios pintorescos, víctimas del exterminio del arraigo. El aire local se ha esfumado, ahora todo huele igual y en una acera de la reformada Gran Vía de Madrid podemos elegir entre cuatro locales de una misma cadena de pizzerías.
La última esperanza, los supervivientes de esta ‘operación’ de compra-venta a gran escala son un puñado de negocios, los más viejos del lugar, que pelean entre impuestos o rentas de alquiler prohibitivas. Se han convertido en extraterrestres en su planeta y ocupan espacios sólo al alcance de las multinacionales.
Pero ahí siguen, haciendo lo de siempre cada día un poco mejor. Ahora tienen dos nuevos aliados que les ayudan a coger algo de aire: de un lado, la tecnología, que expande los horizontes de venta y les pone en el mapa global; por otra parte, un cliente más exigente que, a la vez, valora lo que hacen en un resurgir de lo artesanal y la especialización.
Hablamos con cuatro de estos establecimientos de más de un siglo de antigüedad. Todos ellos tienen en común que su actividad ha evolucionado con el paso del tiempo, pero no ha cambiado, y que al frente de los mismos se encuentran personas estrechamente vinculadas a los fundadores originales. Están donde siempre estuvieron, y ahí quieren seguir.
Sombreros Gorostiaga, "expertos en provocar que gastes a gusto”
Fundada en 1857 por Fructuoso Gorostiaga, esta sombrerería ubicada en pleno casco viejo de Bilbao vivió un 'cambio' de apellido cuando Alejandro Gorostiaga (la tercera generación) pidió a un obrador de León, Isidoro Pirla, que le enviara a uno de sus hijos para hacerse cargo del negocio. En los años 20 Antonio Pirla, pinche de maestro sombrero se tomaba así las riendas del local. Después fue su hijo Luis quien hasta su muerte, en 2002, estuvo al frente del negocio, regentado hoy por sus hijos Emilio e Iñaki.
“En los años 30 Bilbao tenía 100.000 habitantes y 14 sombrererías”, explica Emilio Pirla. “Cada una contaba con un señor sombrerero, una capotera, una planchadora de velos, una cobradora y un repartidor que cobraba propinas y dormía bajo el mostrador”. Un tiempo en el que el gremio compartía secretos y problemas. “Nos ayudábamos, por eso los Gorostiaga llamaron a mi bisabuelo a León, era un asunto urgente”.
Hoy Gorostiaga es la sombrerería por excelencia de la zona norte del país. “Eso sí”, matiza, “sólo ejerzo de sombrerero en ocasiones especiales”. Emilio Pirla se refiere a los encargos puntuales que le obligan a ponerse manos a la obra en el viejo taller de la tienda, donde conserva las herramientas con las que fabricaron todo tipo de sombreros cuando llevarlo era un signo de distinción. “Ya no compito con las máquinas de hoy día y los compro a mayoristas; en España tenemos excelentes fábricas”.
Hay intangibles que sí son únicos de la emblemática tienda. “Si de algo me siento orgulloso es de saber interrogar a quien entra y no tiene ni idea de lo que quiere. Somos expertos en hacer que la gente gaste dinero a gusto. Como decía mi padre: ‘si gastan conformes, gastan más’. Pues eso…”. Hoy el producto estrella de su muestrario son las boinas, las famosas txapelas, y cuentan con un proveedor hermano, institución mundial de este mercado: Boinas Elosegui.
“En Europa quedan seis o siete fábricas de boinas, y la mejor es de la Elosegui en Tolosa”, añade Pirla, que asegura que en la ciudad no tienen competencia. “En grandes almacenes hay boinas de calidad, pero los dependientes acaban mandando a la gente aquí, que es donde explicamos al cliente cómo tiene que ponérsela, qué tamaño es el adecuado, etcétera. Me hacen algo más de daño las tiendas de souvenirs Made in China que venden sucedáneos de txapelas, que son las que acaban comprando muchos turistas extranjeros”.
Emilio Pirla va a pasar el resto de la tarde atendiendo a quien se asome al local y enredado en otros quehaceres menos habituales. Acostumbrados a realizar envíos al extranjero, desde que la actriz Ishihara Satomi grabara un especial para la TV japonesa recorriendo Euskadi con parada en Sombreros Gorostiaga los pedidos desde Oriente se han multiplicado y toca prepararlos.
“También hacemos arreglos de sombreros antiguos que la gente encuentra en casa de familiares mayores, estamos atentos a las modas –Pirla menciona efectos pasados provocados por Madonna, ‘Pasión de Gavilanes’ o JR, el villano de la serie ‘Dallas’- y fabricamos sombreros para la Semana Grande de Bilbao o la Tamborrada de San Sebastián. Hemos tratado con Fito Cabrales o Loquillo; de otros famosos que pasan por la tienda me entero cuando les veo al día siguiente en el periódico”.
Lamenta que las nuevas generaciones ya no piensen tanto si un complemento “es bueno o malo” sino en “comprarse uno nuevo cada año, ya sea para una boda o para un festival de música. El criterio ha cambiado mucho”. Su hijo y su sobrina echan una mano en momentos concretos como Navidad, “veremos si siguen nuestros pasos en el futuro”, suspira Pirla, que reconoce que tiene cuerda para rato. Con las nuevas tecnologías avanzan sin prisa pero sin pausa. “Por ahora hemos subido unos tutoriales a Internet sobre cómo llevar la boina”. Antes de final de año espera tener lista la tienda online, pero advierte que la txapela –la de hombre la venden en 7 tamaños, 7 calidades y 4 colores- es una prenda que conviene comprar en persona. “Hasta el médico nos manda clientes; de aquí salen contentos”.
Lhardy, “el primer restaurante moderno de Madrid”
El francés Emilio Huguenin fue repostero en Bésançon, cocinero en París y restaurador en Burdeos antes de rebautizarse como Emilio Lhardy, nombre que tomó de un famoso café parisino y que decidió compartir con el restaurante que fundó en la madrileña Carrera de San Gerónimo, a dos pasos de la Puerta del Sol, del Congreso de los Diputados y de las calles del Barrio de las Letras.
De aquello hace 180 años pero la fachada, la tienda de la planta baja y los salones de Lhardy se conservan igual que entonces. Entre estos últimos destacan el aire de romántica decadencia del salón isabelino y lo exótico del salón japonés. Famosos son también sus reservados que, según Daniel Marugán, uno de los actuales gerentes del local, “son los que guardan más secretos de todo el país”.
Entre fotos del homenaje a Manolete en 1944, del gobierno de la Segunda República, de Primo de Rivera o una carta dedicada por el Rey Juan Carlos, la atenta mirada del retrato de Emilio Lhardy vigila que todo esté en orden. Marugán recuerda que el restaurante fue el primero de la capital considerado como moderno, con las mesas separadas y carta escrita; “en francés mientras vivió Don Emilio, que adoraba la cocina de su país”.
Así llegaron a Madrid los primeros croissants, la bechamel, el huevo hilado, el lenguado menier, la ternera príncipe Orloff, los platos de caza o el pato a la naranja. “Ese guiño se mantiene”, añade Marugán, descendiente de una de las dos familias empleadas en el restaurante a las que la nieta del fundador vendió Lhardy en 1926. “Venir a Lhardy es dar un pequeño paseo por la Historia, pero ya son pocos los que tienen en cuenta ese valor añadido”, admite Marugán quien, en primer lugar, destaca la calidad de la comida (como el cocido pinzado y en bandeja de plata, fruto de la progresiva ‘madrileñización’ del establecimiento), seguida de cerca por la profesionalidad del personal del restaurante.
“Hacemos un gran esfuerzo por mantener el local (protegido por Patrimonio Histórico pese a no haber recibido nunca ninguna subvención) y por contar con trabajadores de primer nivel, ya que a las pymes nos maltratan a base de impuestos”, señala el gerente de Lhardy, que a los problemas económicos suma otros obstáculos añadidos para, a su juicio, sumar clientes como 'Madrid Central' o las eternas obras de la zona, que han devaluado un enclave privilegiado.
Sin embargo el final del temporal parece más cerca. A dos pasos de Lhardy OHL avanza (no tan rápido como quisieran los negocios del entorno) con la Operación Canalejas, un megaproyecto de lujo que incluye galería comercial y un hotel Four Seasons. “Supongo que vendrán con la idea de que todos los alrededores mejoren su limpieza y su estética”, apunta Muragán, que percibe cómo en Madrid ha crecido el número de turistas ‘de mochila’, poco propensos a darse un homenaje gastronómico.
Pese a las dificultades, se han adaptado a los nuevos tiempos y han incorporado algunas tecnologías como un motor de reservas que favorece la fidelización de los clientes y perfiles en redes sociales en los que publican algunas de sus historias más curiosas. “Aquí han comido reyes, reinas, novelistas, directores de cine, ministros…Contenidos no nos faltan”.
“Si no lo tienen en Bolibar, es que no existe”
A principios del siglo XX las obras del Ensanche de Barcelona provocaron un boom de la construcción y de otras industrias anexas. En 1910, Santiago Bolibar, entonces menor de edad vio una oportunidad de negocio en el mercado de los herrajes aplicados a muebles y puertas y puso en marcha una ferretería y un taller de fabricación. “Nos sabemos de dónde le venía el carácter emprendedor, pero decidió ir adelante con ello y durante un año aprendió el oficio de su primer socio, hasta que éste murió y se quedó sólo con la empresa”, explica su nieta Bruna, actual propietaria de Bolibar en el número 43 de la Rambla de Catalunya.
La clave es que ya entonces el joven optó por diferenciarse de otras ferreterías ‘generalistas’ y poner toda la carne en el asador con los citados elementos decorativos, que hoy aún se posicionan como el producto emblema de la tienda. Para más inri, la influencia del modernismo resultó inevitable y positiva. “Disponemos de modelos de esa época, fabricados mediante el método de fundición a la tierra que aún seguimos y que trabaja directamente con el original, sin modelos ni moldes intermedios”.
De los primeros tiempos, Bruna Bolibar asegura que conservan casi todo. “Es fundamental el cuidado por lo artesano, por lo hecho a medida o por asegurarnos de darle al cliente lo que realmente necesita. También cierta vocación de servicio, como la marquetería a medida, que muy pocos ofrecen”.
La ferretería tiene 13 empleados. “Somos pequeños, pero nos movemos muy rápido”, y el combustible extra lo aporta la relación histórica del local con la ciudad. “El negocio ha ido cambiado a la vez que lo hacía Barcelona. En la Exposición Internacional de 1929 tuvimos nuestro propio stand y nos entregaron un diploma honorífico, durante la Guerra Civil mi abuelo pasó a ser empleado y la propiedad la ostentó el Comité de Control Obrero de la Generalitat, luego llegaron los tiempos del estraperlo y los problemas para conseguir materiales al estar cerradas las fronteras, la bonanza de las olimpiadas del 92, la crisis financiera y de la construcción…”.
Ahora Bruna Bolibar explica optimista cómo está siendo testigo de un renacer del gusto por lo artesanal, una tendencia que le va como anillo al dedo a su negocio, ya que, en una vuelta a los orígenes, hace unos años decidieron regresar a la exclusividad de los herrajes, “los artífices de que hayamos perdurado hasta hoy”. También se han buscado las mañanas para disponer de productos imposibles de encontrar en otras ferreterías. “Eso no implica que seas caros, pero es una satisfacción que la gente diga lo de ‘si no está en Bolibar es que no existe’. Lo que está claro es que si no lo tenemos, lo buscamos, y si no lo encontramos, lo fabricamos”.
Y es que, además de contar con marcas exclusivas en Cataluña y resto de España, han recuperado su propio taller de metalistería para fabricar piezas dentro de esa vocación de servicio personalizado. “Lo curioso es que los métodos de fabricación apenas han cambiado en siglos, pero nosotros hemos incorporado tecnologías como la impresión en 3D que nos asegura cierta agilidad en la puesta en el mercado de herrajes propios (dentro de la colección Bolibar Artisan)”.
Bruna Bolibar considera que procuran estar a la última de todos los avances del sector. Su salto a lo digital se ha producido sin contratiempos. “Hace años que tenemos web y tienda online, un plan de márquetin digital, códigos QR en la tienda o newsletter para clientes”. Ahora quieren seguir con la producción propia con el ojo en nuevas oportunidades como la iluminación LED o las innovaciones en cerraduras electrónicas.
El Cronómetro, “desde la excelencia es posible perdurar”
A finales del XIX, Enrique Sanchís se estableció en Sevilla, donde fundó varios negocios, entre ellos la relojería El Cronómetro en la calle Sierpes, en un local que antes fue camisería. Era 1901, arrancaba un nuevo siglo y Sanchís ponía en práctica conocimientos al alcance de muy pocos en la capital hispalense y en todo el país, ya que se había especializado en técnicas de relojería en la ciudad suiza de Neuchatel.
Su biznieto, Álvaro Sanchís, explica que desde entonces no han alterado ni un ápice su profesionalidad ni el espíritu de servicio. “Es la filosofía de la empresa”, apunta Sanchís, que detalla cómo la relación con las principales familias de la ciudad también viene de lejos. “Siempre les hemos atendido y ahora yo lo hago con sus descendientes y amigos. Lo hago complacido y agradezco que en tiempos tan impersonales sean fieles a nosotros”.
Considera que el éxito no ha sido un producto concreto, sino seguir los criterios del fundador y adaptarse a los cambios de la sociedad y el mercado sin obviar que en sus escaparates y vitrinas es posible encontrar productos exclusivos de las marcas que representan. “Durante todo este tiempo, las sucesivas gerencias han sabido adelantarse a su tiempo y a las exigencias del cliente. Nuestra estrategia comercial siempre ha sido la misma y se resume en que, desde la excelencia, es posible perdurar”.
Disponen de un software ERP adaptado, de una web de venta online y de otra corporativa que muestra las novedades del mercado, pero Sanchís no duda en destacar que aún existe un público amante de productos singulares, “con sensibilidad y refinamiento suficientes para valorar la estética y la artesanía que esconde un reloj mecánico”.
Los talleres y la zona de venta –que ha crecido en otro local 100% moderno- han sido actualizados. “Los clientes han cambiado, están mejor informados, también los empleados reciben formación constante en nuevas tecnologías”, apunta Sanchís, que anuncia que se plantean ampliar negocios con más locales donde dar cabida a nuevas marcas.