En la presentación previa a su conferencia en los Premios Everis, Eugenio Galdón, presidente de la fundación everis, definió a Norman Foster como un humanista en la piel de un arquitecto, “un muchacho de clase obrera que tuvo que costearse los estudios trabajando como panadero, camarero en un pub o portero de discoteca”. Inventor de la oficina moderna y de la oficina del futuro, artífice del aeropuerto más grande del mundo y del más pequeño (para drones), “Foster ha pasado de proyectar edificios a diseñar ciudades”, añadía Galdón, para quien la carrera del arquitecto británico se caracteriza por “la pasión de hacer bien las cosas y por hacer el bien a través de las cosas”.
Foster comenzó su intervención en el Casino de Madrid con el foco puesto no en su extensa obra ni en el siguiente gran proyecto de su estudio sino en advertir acerca de la imperiosa necesidad de apostar por una ciudad más sostenible, un campo con mucho por trillar en el que Madrid –Foster abrió su Fundación en la capital el pasado junio- lo tiene relativamente sencillo, “por su configuración ‘recogida’ y por disponer de una buena red de transporte público”. Ventajas que comparte con Nueva York y de las que están lejos urbes ‘extendidas’ como Los Ángeles o Houston. Traer a la ciudad la agricultura –responsable de un 25% de los gases de efecto invernadero- o alejarnos de la economía lineal y pasar a convertir los deshechos en energía son medidas que serán bienvenidas a escala global “porque lo que pase en las ciudades –donde se concentrará la mayoría de la población - nos va a afectar a todos”.
Nuevos usos y costumbres que requieren implicación y compromiso, “donde los más afortunados del planeta estamos obligados a contribuir al bienestar de todos”. Por la parte que le toca, Foster aboga por vincular diseño de ciudad a calidad de vida. Un enfoque social en el que, aunque la tecnología sea el medio –“la ciencia ficción de mi juventud es la realidad de hoy”- cree que son cambios pequeños los que marcarán diferencias enormes. Como ejemplo de esta teoría, el arquitecto recordó que el Puente del Milenio fue el primer puente peatonal sobre el Támesis tras siglos de rechazo a unir la zona próspera de Londres con un área más pobre. Después de pelear con especial vehemencia para que viera la luz, Foster anunció que desde su construcción se han incrementado en un 40% las visitas a la Tate Modern y al área de la Abadía de Westminster además de generarse 3.000 nuevos puestos de trabajo.
Y es que “la innovación no siempre pasa por inventar algo nuevo sino por combinar de forma novedosa lo que ya existe”, apuntaba Foster, que en este sentido se refería al éxito del iPhone como resultado de un mix del resto de dispositivos inteligentes presentes entonces en el mercado. En otro ámbito pero con un mismo propósito, en el año 90 Foster y su equipo dieron literalmente la vuelta al aeropuerto de Stansted, también en Londres. De la ineficiencia energética a la luz natural y del desatino estético a esconder bajo el suelo todas las estructuras funcionales, conductos, etc. Ese fue el primer capítulo de un regreso al pasado en la concepción del aeropuerto ligada a la sencillez. “A partir de ahí podemos afirmar que para nosotros el concepto de revolución se aproxima al de evolución”. Tras sentar cátedra en Stansted abordan la construcción del aeropuerto de Hong Kong, el de Pekín o el aeropuerto de México D.F -donde directamente han suprimido las columnas- con una guía base ya elaborada que crece y cambia pero que ayuda notablemente a abordar obras faraónicas.
En el caso de los rascacielos y en un nuevo paradigma que cuestiona el modelo clásico de esta tipología de edificios, Foster confiesa no haber inventado nada. “Solo los ensamblamos de manera diferente”. Sea grande o pequeño, la decisión de cambiar no suele tener que ver con el dinero, sino con una actitud mental. “Hay resistencia al cambio, pero una vez se acepta, es apreciado y valorado”, explicaba el arquitecto, que admitía haber pasado más tiempo tratando de convencer de la necesidad de cambiar “que haciendo cualquier otra cosa”.
Hoy, los empleados del banco HSBC ven el paisaje y respiran en un espacio amplio en lugar de marchitarse en un cubículo. Esta idea de dotar de inteligencia y valores extra al edificio no es nueva. La sede rural de la compañía aseguradora Willis Faber & Dumas desafío las leyes que imperaban en los 70. Implicaba además el engorroso traslado de trabajadores de la ciudad al campo. Pioneros del marketing, publicaron 50 tiras cómicas en uno de los diarios más leídos de la zona comparando las ventajas de una vida en un entorno natural frente un brumoso Londres pintado de gris. Trataron de crear un estilo de vida alrededor de un edificio; hacerlo más productivo y disfrutable. Declarado monumento histórico, su flexibilidad inicial le ha permitido mantenerse estable pese a los cambios que han llegado después.
Foster también ha aludido a que las exigencias de Steve Jobs (Apple), Brian Roberts (Comcast) o Michael Bloomberg -“el hecho de que todos ellos hayan metido las manos en la masa de los proyectos que me he encargaron”- supusieron una estimulación y un mejor resultado. La añoranza de Jobs y la idea de emular el paisaje californiano de su infancia, como sacar partido al ambiente ‘sesentero’, abigarrado y poco espacioso que rodea la sede de Comcast en Philadelphia, cómo hacer edificios autosuficientes, en los que se respire aire puro, listos para lo que viene… Retos para los que el genio de 82 años, pese al poder sobrenatural del eterno lápiz de su zurda, necesita un equipo multi (o extra multi) disciplinar. “Ahora en Hardvard valoran en términos científicos cómo influye el espacio de trabajo. Desde que era estudiante supe que el diseño o el medio ambiente eran algo demasiado importante como para que se ocupara de ello sólo un grupo de personas”, concluía Foster.