Por Julián Cristiá y Steven Ambrus - Esta columna fue publicada originalmente en el blog Ideas que cuentan del BID
Si le preguntamos a cualquier persona de nuestra sociedad occidental, qué es lo que hace girar el mundo, la respuesta más probable sería el egoísmo o, al menos, el interés propio. Esa es una idea que Thomas Hobbes nos metió en la cabeza hace más de trescientos años, al igual que Adam Smith, quien argumentó que el interés propio podía ser beneficioso para el progreso económico. Eso parece más que evidente en nuestro competitivo y globalizado mundo.
Pero la psicología y la economía han comenzado a ver más matices en el comportamiento humano. Han aceptado la idea de que las normas sociales –las reglas en torno a las cuales actúan grupos, culturas y naciones– pueden ser iguales o más poderosas como motivadores humanos que el interés propio. Además, han comenzado a aplicar ese pensamiento en intervenciones conductuales destinadas a darnos un empujoncito hacia comportamientos mejores tanto para nosotros como individuos como para toda la sociedad.
Las normas sociales y el ahorro energético
Tomemos en cuenta una serie de estudios sobre ahorro energético, que fueron realizados a principios del decenio de 2000, inmediatamente después de meses de apagones en California. Los experimentos buscaban identificar qué factores lograrían motivar a los ciudadanos a realizar ciertos cambios para ahorrar energía, como por ejemplo, usar ventiladores en lugar de aire acondicionado. Para hacerlo, se imprimieron mensajes que fueron colgados en las puertas de los hogares, destacando distintas razones para reducir el consumo de energía. Dichos mensajes iban desde la necesidad de proteger el medio ambiente y evitar el cambio climático hasta la responsabilidad social (conservar energía para el futuro) y el interés propio (el ahorro monetario que podría representar para el consumidor un menor uso de energía).
No obstante, fueron los mensajes que enfatizaban las normas sociales los que lograron mayores ahorros de energía. Esos mensajes describían cómo la mayoría de las personas del área estaban ahorrando energía mediante el uso de ventiladores en lugar de aire acondicionado. Y este mensaje produjo la mayor reducción en el uso de energía. De hecho, aunque la mayoría de las personas afirmaron no estar influenciadas por otras personas, eso no era cierto. La descripción de las normas sociales imperantes en la comunidad generó el mayor impacto en el comportamiento de las personas.
Esto tiene sentido desde un punto de vista evolutivo, aunque no nos guste admitirlo. Las normas sociales que nos llevaron a dejar de lado nuestro deseo egoísta de acumular alimentos a favor de aunar nuestros recursos probablemente hicieron posible que lográramos sobrevivir en las llanuras africanas en nuestra época de cazadores-recolectores. También nos permitieron conseguir más alimentos al agruparnos para cazar un león o, en una fase posterior del desarrollo, mediante la siembra de cultivos. La cooperación es una condición humana básica: gracias a ella, hemos triunfado como especie.
Cómo lograr que la gente pague sus impuestos
Un reciente estudio del BID demostró lo importante que puede ser el deseo de adaptarnos y acatar las normas sociales en otra área: lograr que la gente pague sus impuestos. En el experimento, realizado en un municipio en Argentina, los ciudadanos que estuvieran al día en el pago de sus impuestos inmobiliarios podían participar en una lotería cuyo premio era la construcción de una acera frente a su propiedad o, si ya existía dicha acera, su repavimentación. La intervención funcionó. Aquellos que ganaron la lotería y consiguieron aceras nuevas, fueron 7 puntos porcentuales más proclives a pagar puntualmente sus impuestos durante los tres años siguientes, en parte, según afirman los investigadores, gracias a que el gobierno demostró que podía utilizar de manera sensata el dinero de los contribuyentes.
Sin embargo, el experimento tuvo repercusiones similares en los vecinos de los ganadores de la lotería. Quienes, habiendo presenciado la correcta utilización de fondos públicos y un mayor cumplimiento tributario por parte de sus vecinos, experimentaron un efecto “contagio” que se tradujo en incrementos en el pago de impuestos. El hecho de ver a otras personas acatar las normas les obligó a seguir el ejemplo. Algunos experimentos realizados por el gobierno del estado de Minnesota en Estados Unidos muestran efectos similares: cuando los ciudadanos recibieron una carta donde se les informaba que la mayoría de las personas no son evasoras de impuestos, incrementaron sus pagos tributarios.
Los límites de la conformidad
Claro que la conformidad o la obediencia ciega de las normas sociales no siempre tiene buenas consecuencias. Eso fue lo que notaron los investigadores en un famoso y controvertido estudio de la Universidad de Stanford cuando observaron cómo voluntarios, que no tenían problemas de salud mental o de comportamiento, se convirtieron rápidamente en seres abusivos y sádicos tras ser contratados para desempeñar el papel de carceleros en un experimento en una cárcel simulada. La conformidad hizo que estos “carceleros” se sintieran ansiosos por encajar en la sociedad representada por la cárcel, incluso a un alto costo moral. El conformismo también es lo que hace concebible el totalitarismo, ya sea de derecha o de izquierda.
Pero dentro de ciertos límites, nuestro deseo de pertenecer, de cooperar y de sacrificamos por el bien común es un valor positivo que puede ser explotado, en el mejor sentido de la palabra, por la economía del comportamiento y otras disciplinas. No somos tan egoístas ni estamos tan centrados en nuestros propios intereses como creemos, y nuestros sentimientos con respecto a la equidad y las normas son poderosos motivadores para mejorar nuestro comportamiento.