En medio del confinamiento más severo, el escritor Sergio del Molino y la divulgadora Natalia Ruiz leyeron ‘El mapa fantasma’, de Steven Johnson. El libro reconstruye la investigación que, pese al escepticismo general, llevó a John Snow a demostrar que el origen de la epidemia de cólera que asoló Londres en 1854 se encontraba en la insalubre filtración de aguas fecales en uno de los pozos de la ciudad. A ritmo de thriller, el autor explica la innovadora metodología científica aplicada por Snow hasta dar en el clavo.
Esta conexión inconsciente movida por la curiosidad entre el escritor y periodista y la divulgadora científica, es solo un ejemplo de los lazos que unen cultura y ciencia. Para desmontar una separación artificial establecida históricamente, Librotea, en colaboración con Bristol Myers Squibb ha organizado el ciclo de encuentros ‘La cultura es salud’, celebrado en la Casa del Lector – Fundación Germán Sánchez Ruipérez, en Matadero Madrid.
El buen momento de la divulgación científica
Según Natalia Ruiz, hace tres décadas que la ciencia empezó a ‘bajar a la tierra’. Es en los últimos diez años, con la irrupción de los entornos digitales, cuando numerosas disciplinas están al alcance del ciudadano gracias a la divulgación. “Hemos logrado separar a la ciencia de una imagen que la asociaba con investigadores encerrados en torres de marfil o con el empleo de un lenguaje incomprensible. Ahora es habitual que los científicos comuniquen directamente a la población los resultados obtenidos en el laboratorio. Lo hacen a través de las redes sociales, de blogs personales o de piezas audiovisuales. Son muchas las herramientas para difundir este conocimiento que, en su mayor parte, está financiado con fondos públicos”.
Para la divulgadora es importante mantener vivo este diálogo. Ruiz apuntaba que, si bien la sociedad tiene un concepto muy positivo de la figura del investigador, aún no percibe con nitidez los cauces necesarios para financiar la ciencia. “Por eso el acercamiento tiene que favorecer la comprensión de la ciencia, su accesibilidad a todo el mundo no solo como el derecho humano que ya es, sino como conocimiento y aprendizaje, como vía para saber más de nosotros mismos”.
“La literatura es comunicación pura”
En ‘La piel’ (Alfagura), Sergio del Molino pone la salud sobre la mesa desde su propia experiencia. “En este libro, como en todos los demás, me considero un paseante. Alguien que, desde la ignorancia, se acerca con toda ingenuidad a algo que le interesa y le preocupa”. Una preocupación íntima que proyecta para generar el interés del lector. En ‘La piel’ explica sus idas y venidas con la crueldad de la psoriasis hasta que los médicos encuentran un tratamiento que funciona.
Del Molino admite que la enfermedad le ha llevado a adoptar una forma de vida específica, a indagaciones que le han hecho valorar la importancia de la piel y su impacto en nuestra salud y bienstar. “He pensado en ello a través de las vidas, las reflexiones y el trabajo de otros para determinar hasta qué punto es algo importante a lo que no prestamos atención por su obviedad, por ser algo tan nuestro de cada día”.
El autor de ‘La España vacía’ o ‘La memoria de los peces’ coincidía con Natalia Ruiz en la necesidad de tender puentes. “La literatura es comunicación pura. El libro no existe hasta que no está en manos del lector. Me interesa la literatura como acto de difusión a la sociedad. No quiero encerrarme en mí mismo, sino proyectarme a todos los demás y participar en la discusión”.
Creatividad
A Natalia Ruiz le llama la atención cómo ciencia y literatura comparten aspectos del proceso creativo. “Pueden pasar 50 años hasta que una fórmula matemática sea aplicable. El desarrollo científico no siempre tiene una finalidad concreta. La ciencia es cultura y conocimiento. Se trata de intentar dar respuestas a algo, pero la respuesta compacta es muy difícil porque la ciencia, en su evolución, se destruye y se reconstruye a sí misma constantemente”.
“La actividad intelectual está motivada por el placer egoísta de quien la ejerce”, añadía Sergio del Molino. “Desde un punto de vista científico, es grande la motivación de alcanzar un logro que beneficie a toda la humanidad, pero lo que lleva a un niño a optar por la carrera científica es su propio placer; las endorfinas que producen el ensimismamiento y la exploración íntima de uno mismo que además tiene efecto en la sociedad”.
Forasteros
Mantener viva la llama tanto en literatura como en ciencia necesita, según Sergio del Molino, de gente que piense distinto a la academia. “Es la gran paradoja del conocimiento: sin estructura institucional la ciencia no avanza porque necesita de ese impulso, pero, a la vez, las estructuras rígidas impiden la entrada de los innovadores. Los grandes hallazgos se producen en periodos carentes de grandes estructuras académicas, por eso hoy cada vez asistimos a menos ¡eureka!”.
Con la literatura sucede algo parecido. “Es un oficio que requiere de aprendizaje, sujeto a un canon, a normas y criterios. Hay que facilitar sistemas que permitan que los intrusos tengan su espacio para que puedan darle una vuelta la manera canónica de hacer las cosas”. Del Molino cree que este proceso es más fácilmente asumido por la literatura y el arte en general que por la ciencia. Como ejemplo ilustrativo, el periodista de El País recomienda la lectura de ‘La música: una historia subversiva’, de Ted Gioia. “Explica cómo los innovadores en la música son los que la han hecho avanzar”.
En este entramado de relaciones, Natalia Ruiz insistía en lo beneficioso que resulta que humanismo y ciencia estrechen lazos. “La ciencia aún tiene que derribar barreras dentro de las propias disciplinas”. La divulgadora cree que en este camino el arte y la cultura llevan ventaja, con un acelerón libre de prejuicios en los últimos 10-15 años, cuando ya no extraña a nadie su mezcla con la ciencia. “Conviene buscar esa conexión para que todo tenga un sentido más orgánico”.
Ruiz considera que ayudaría a saltar obstáculos la presencia de personalidades representativas como lo fueron en su tiempo Carl Sagan, David Attenborough o Félix Rodríguez de la Fuente, capaces de hacer saltar la chispa de la curiosidad en generaciones enteras. “Necesitamos de figuras nuevas que generen cercanía y despierten vocaciones”, concluía.